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Contra la civilización Contra la civilización
Es muy probable que otras civilizaciones, si existen, no han pasado de unos miserables encuentros cercanos porque nosotros los humanos no somos dignos de... Contra la civilización

Es muy probable que otras civilizaciones, si existen, no han pasado de unos miserables encuentros cercanos porque nosotros los humanos no somos dignos de representar la civilización. Quizás se deba a la expansión del universo, a un egoísmo ancestral que data del Big Bang o la infatigable mutiplicidad del caos tanta demencia colectiva concentrada en tan pequeño espacio de la galaxia, pero creo firmemente que la civilización ha entrado en una autofagia que nos conduce por narices al naufragio del hombre y a la pérdida de toda fe en cualquier sueño esperanzador que constituye el germen de las utopías.

Nos hemos extraviado en una caricatura patética que alimenta los sermones apocalípticos y las profecías del fin, poco a poco hemos ido desdibujando el verdadero significado de humanidad y sobre todo el verdadero significado de lo que es una civilización. Este término del cual ya ni queremos saber surgió a mediados del siglo XVIII en Francia como sinónimo de cultura y asociado a la idea del progreso pero con un profundo aire aristócrata que la utilizaba para definir el alto refinamiento y modales propios de los nobles. Con posterioridad al ser traducido el término “civilisation” a otras lenguas europeas y al aceptar que las formas o maneras civilizadas eran propias de culturas evolucionadas y avanzadas inmediatamente sirvió para contraponerse a otro concepto el de “bárbaro”.

En la cultura la dominación y el poder han signado siempre la evolución lingüística y no es para sorprenderse que la palabra bárbaro la crearan los griegos para designar todo aquello que no fuera griego. Lo gracioso es que con posterioridad, esta palabra, ha servido para designar burdamente todo lo que no es occidental. El trasiego de culturas, el ir y venir de fuerza de trabajo, las guerras, la esclavitud y la diferencia del «otro» potenciaron la dimensión semántica de la palabra bárbaro y generó el sospechoso concepto de raza que hizo aún más desigual a los hombres.

En nombre de la civilización, los pueblos que no pertenecen al primer mundo, es decir el Occidente del poder, han sido degradados, desculturados y marginados para así  formar un grupo de naciones subdesarrolladas, un conglomerado de etnias, toda una cultura de la pobreza, por extensión, toda una cultura de la sumisión y el odio; los motores perfectos para poner en marcha espurias ideas racistas, xenófobas y marginalistas. Gracias al aliento civilizador se nos induce a resignarnos ante la miseria y la falsa creencia de una posibilidad de desarrollo espontánea, sin permitirnos siquiera diagnosticar las causa y las razones del atraso. Lo peor es que este primer mundo, que casi siempre ha dictado las reglas de supervivencia y llevado el capitalismo más allá de los límites de lo humano, se niega a reconocer su decadencia y crisis culpando a los pobres, los verdaderos artífices de la riqueza que otros disfrutan.

Cada vez más resulta difícil hacer una lectura crítica y profunda de las realidades que se viven y vislumbran en estos tiempos, sobre todo porque ya las lecturas rebasan las meras aristas antropológicas, filosóficas, políticas y culturales, saliéndose de los moldes tradicionales que permitieron siempre segmentar, agrupar, clasificar cualquier fenómeno y sistematizarlo para obtener algunas respuestas que arrojaran luz o sombras. Sin embargo en una sociedad cada vez más tecnocratizada, que hace de su historia «basurero y arcoiris», encontrar esencias es bastante complejo porque trivializar se ha convertido en un deporte, una cortina de humo, para velar la realidad: el mundo está inmerso en un profundo caos y la única manera de arreglarlo parecen ser las guerras.

Ahora al descaro de la impiedad terrorista, al cinismo de los dictadores latinoamericanos aún por juzgar, a la agonía de las víctimas de los países ocupados militarmente por los Estados Unidos, al exterminio por hambre en el Primer y Tercer Mundo, hay que sumar la voracidad de un complejo universo de la posguerra fría, todavía inclasificable, pero que suma drásticamente la tecnología y el mercado, el ciberespacio y la cultura, creando nuevas y complejas realidades. Si a esto agregamos la radicalización islámica, la sobrepoblación, el calentamiento global y la pesadilla del VIH en África, bien podemos sumarnos a la voz de cualquier fanático religioso. Porque la era que vivimos o es el Infierno sin azufre y un señor con tridente, o es el mismísimo Apocalipsis. En otras palabras, la barbarie continúa, pero no sólo contra el Tercer Mundo, sino también, ahora más que nunca, contra el Primero.

América Latina nunca ha dejado de ser un sacrificadero, una tierra de «bárbaros» siempre apta para ser saqueada, África, Asia, el Medio Oriente. Allí donde el hombre blanco tuvo superioridad tecnológica, donde encontró a otros que creyó diferentes, no tuvo piedad para asesinar, expoliar, convertir a su patética religión y colonizar sobre los pilares de la fuerza y el egoísmo. En nombre de la civilización el exterminio de lo autóctono y el sometimiento a los modelos socioeconómicos foráneos, pensados por los ideólogos del capitalismo, se legitimó y se ejecuta porque los bárbaros no sabemos pensar. Y aunque públicamente no se nos llame bárbaros, aunque los atlas no tengan inscripción similar sobre nuestras tierras, las prepotentes actitudes, el trato y las relaciones del Primer Mundo con el Tercero dicen todo lo contrario.

Sin embargo, me da mucha gracia la amnesia que este Primer Mundo padece para que no puedan recordar que los griegos llamaron bárbaros a los romanos, quienes después del apogeo helénico se proclamaron herederos de la civilización griega y que para Roma los bárbaros fueron los pueblos germánicos; bárbaros que sobre las ruinas del Imperio crearon el feudalismo, fundiendo su patrimonio cultural con el legado griego, romano, asiático y africano, hasta crear una nueva cultura: la civilización occidental, la que, como era de esperar, se proclamó heredera del mundo latino y ya para mediados del siglo XVIII paría otra nueva formación económico social: la sociedad burguesa.

¿Alguien recuerda otro mestizaje y proceso de transculturación mayor? Después de esta mezcla devino un olvido acerca de esta formación convulsa y plural, y los euroccidentales creyéndose el ombligo del mundo, cedieron el término «bárbaro», que se lo habían ido cediendo en el mundo que conocían, a las otras comunidades humanas, pero sobre todo a las comunidades de la recién descubierta América y al mismo tiempo fueron desarrollando un increíble mecanismo para negar nuestras auténticas creaciones, así como el derecho a la igualdad.

A estas alturas no puedo creer que la palabra civilización signifique, como rezan casi todos los diccionarios, aquel «conjunto de ideas, ciencias, artes, costumbres, creencias, etc… de un pueblo o raza», cada vez que leo esto me parece que estoy ante una falacia. Tal significado presupone dos cosas: primero, todo el género humano es civilizado porque todos los pueblos y razas poseen de lo que reza la definición; segundo, civilizar es absurdo, por lo que lo lógico sería hablar de desarrollo. Sin embargo, para los llamados países desarrollados, más de media humanidad, que es el tercer Mundo, queda por civilizar, es decir sacar del estado “salvaje” en que se encuentra. Al parecer los ecos del «facista» Ginés de Sepúlveda sobreviven desde aquella disputa contra el Padre de las Casas.

Sigue el desencuentro, las equivocaciones y sobre todo el engaño solapado que convierte a la falacia en una aparente verdad. Es algo milenario y muy pocos hacen algo por recordar esto. La pólvora, el compás y la imprenta se originaron en la China Sung y no en el Renacimiento; el ejercito moderno y la burocracia ya existían en el imperio islámico de los Abasidas en el siglo VIII; y para nadie es secreto que los sabios árabes y asiáticos influyeron notablemente en los filósofos de Occidente.

Si miramos bien la historia nos podemos percatar de que Occidente y sus modelos no triunfaron en el mundo por su proclamada universalidad sino por su severa imposición que causó el choque entre diferentes culturas y acabó con su coexistencia. Por un lado el mundo mesoamericano, en los mayas, incas y los aztecas cada etnia, dialecto y culto coexistía sin grandes amenazas y el poder toleraba las diferencias. Por otro lado Asia, desde los abasidas, los sucesivos imperios islámicos fueron tolerantes con las culturas y religiones periféricas; en la India el hinduismo y el sistema de castas se mantuvieron para evitar confrontaciones con la tradición india. Sin embargo, cuando Asia y América se encontraron con la llamada civilización occidental dieron lugar a una nefasta relación de dominio-subyugación que destruyó miles de años de coexistencia de varias civilizaciones. El pasado nos habla con una auténtica claridad. Descubrimos a través de él la deformación irracional del término que solo ha aspirado a deshacer la unidad de la historia humana, a negar que la historia del hombre es una en su origen, experiencia y progreso. Pero mientras no se entienda la multiplicidad de los procesos civilizatorios humanos no podemos eliminar esas taras eurocentristas y seguiremos alimentando la secreta idea que late en occidente todavía de que ellos son la civilización.

Hoy por hoy los latinoamericanos somos unos bárbaros, más eufemísticamente, los reyes del atraso gracias al colonialismo, el latifundio, el esclavismo y la explotación patronal. Fuimos degradados y estigmatizados por la esclavitud, desculturizados y marginados por nuestra «incapacidad industrial» del sistema productivo mundial y sumergidos a la fuerza en la miseria. Es inaceptable como se nos induce a una actitud de resignación ante la pobreza, a que creamos que la posibilidad real de desarrollo es única y exclusivamente espontánea, sin permitirnos prácticamente que nosotros mismos diagnostiquemos las causas y las razones de nuestro atraso. Pero lo más cómico es que los países desarrollados son totalmente incapaces de focalizar las cuestiones cruciales en que se debaten las sociedades latinoamericanas. Y aunque se nos exige constantemente que nos civilicemos, nos desarrollemos, cuando las naciones capitalistas desarrolladas, paradójicamente, no nos dejan desarrollar porque además de seguir saqueando nuestros recursos naturales, robar cerebros y contratar mano de obra barata, nos intentan imponer sus modelos ideales, modelos que han fracasado y siguen fracasando dando lugar a degeneraciones innombrables del capitalismo moderno. Primero porque nos han truncado cualquiera de las vías «espontáneas» para el desarrollo, y en segundo lugar por la adicción creada a la modernización que hipotéticamente permitirían alcanzar una fisonomía similar a la de las sociedades capitalistas desarrolladas.

Así, entre tantos y tantos intentos civilizatorios, entre encontronazos de la historia, el sometimiento, el exterminio y la manipulación surgió el término subdesarrollo, no tanto para denominar una realidad sino para marcar la diferencia y marginarnos del sistema económico de ámbito mundial que se venía perfilando. Invención para nada fortuita puesto que la sociología y la filosofía capitalistas se han encargado de conceptuar y perpetuar a través de sus discursos toda una terminología para subyugar a nuestros pueblos y recordarnos a menudo nuestra inferioridad. Para colmo, gran parte de este aparato teórico ha sido extrapolado para estigmatizar corrientes de pensamiento tanto de la izquierda como de la derecha radical ante el profundo pesimismo, desorientación y asfixia de las sociedades capitalistas desarrolladas.

Estados Unidos, la Unión Europea y Japón realizan el 77 % del comercio mundial, controlan el 96 % de las 36 mil transnacionales existentes y efectúan el 71 % de todas las inversiones. Las cifras hablan por sí solas. Y aunque las predicciones económicas del Banco Mundial auguran que muchas economías de las llamadas en transición, atrasadas y de la periferia estarán entre las primeras quince economías más grandes sobre el 2020, los únicos que representan a Latinoamérica son México y Brasil, quizás también discretamente Chile, pero estos datos de macroeconomía soslayan que bajo el iceberg la miseria y la indigencia se prolongan de una manera tan indignante que no es de extrañar que la violencia, las revueltas sociales y las olas migratorias sean constantes.

Para desgracia la mayoría de los estudios sobre desarrollo desigual de las sociedades latinoamericanas fueron desarrollados y sustentados por la sociología y la antropología académica nurguesa y el marxismo dogmático sin mucho refutamiento, sin emplazar a las ideas reaccionarias y sin una clara conciencia y consecuencias políticas hasta el punto de convencerse de que nuestra miseria era pasajera y llegar a hacer eco de los teóricos capitalistas que pregonaban que la evolución socioeconómica de los EUA y Canadá eran una anticipación histórica de un proceso común de desarrollo espontáneo. Solo algunas voces como la de Darcy Ribeiro, Eduardo Galeano y Leopoldo Zea, desde diferentes perspectivas mantuvieron posturas y criterios que conformaban  piedras de un muro de contención que no ha existido y que en algún momento de la historia de América Latina se tendrá que levantar.

Creo que ya es hora de preguntarnos cuáles son las perspectivas de progreso en este convulso mundo, cuáles son las amenazas que pueden perpetuar el atraso, cuánta responsabilidad tenemos en dejar que otros nos marquen indiscriminadamente con el hierro candente del subdesarrollo por tanta inacción. No respondernos es firmar nuestro fin como culturas, naciones con un rostro propio; no buscar por lo menos alguna que otra respuesta es más que traicionarnos a nosotros mismos, es traicionar a nuestros hijos y nietos. Por otro lado, creer en la pureza de la raza, no mirar críticamente los sesgados conceptos de naciones y regodearnos en el pantanosos concepto de la identidad, en este mundo globalizado, es absurdo. La «civilización», el artificioso y frágil paradigma del capitalismo desarrollado no tiene derecho, ni puede mutilar o aniquilar ninguna otra civilización de la tierra; tampoco utilizar el estado del bienestar como rehén para someter a quienes hacen que el mundo funcione. Permitirlo es cruzar la fila hacia la complacencia y la aceptación de un mundo que definitivamente nunca ha sido mejor y que lleva al ser humano a un extremo de alienación colectiva imposible de definir, porque la impotencia, la angustia y la desesperación deben ser, por lo menos desterradas del pensamiento para que puedan ser minimizadas en la realidad.

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